PASIONES DEL BIBLIÓFILO. De historiadores de la antigüedad, que eran moralistas o sicarios, y de todo aquello que puede uno hallar entre los extremos

Los
historiadores de la antigüedad eran moralistas o sicarios. Comprendo que la
amplitud de estos márgenes es de tanta anchura que cuanto media entre los
extremos puede contenerlo todo. Si es afinar medidas lo que a continuación se
me exija para ponderar con mejor aprobación sobre el oficio del historiador
antiguo –todavía loS hay contemporáneos a quienes aún les cumple el metro con
que comencé– señalaría sobre toda imaginable la virtud de la mesura. No la
exhibió Cayo Veleyo Paterculo (c. 19 a. C. – c. 31), cuyo desmedido
elogio de halagos hacia del emperador Tiberio y una incondicional admiración
que sobrepasaba el ridículo para con Seyano, fueron causa de que le quitasen la
vida.

Pensaba sobre ello al releer esta
“Historia Romana” que tradujo en Amberes el año 1630 el hispano-luso Manuel
Sueyro y que en el post anterior a éste mencionaba de pasada.

Y también pensaba –días son los de
ahora que me reverdecen recuerdos– en las clases de Derecho Romano que para 50
años atrás recibí en las aulas de la Universidad de Sevilla. La Historia de
Roma, sus instituciones de públicas, la teoría de general del negocio jurídico…
y tanto más de aquel Derecho despertó en mi voluntad de ser jurista. Un
especial embeleso me transporta a las guerras civiles derivadas de los intentos
de reforma agraria de los hermanos Graco. Qué época tan terrible y fascinante.
Y qué final tan sombrío. Es por eso que recupero este fragmento; ningún jurista
de los muchos que quiero imaginar que he podido contribuir a inspirar a través de mi docencia en
Filosofía del Derecho, lo olvide jamás. Va a la p. 35 de la edición que
poseo en mi biblioteca.

 

“Este
fue en la Ciudad de Roma el principio de la civil guerra, para que se tomasen
sin pena las armas y violentándose el derecho fuese el poderoso preferido, y se
determinasen por la espada las diferencias de los ciudadanos que solían
componerse en los acuerdos, abriéndose las guerras sin otra causa más del
provecho que de ellas se sacaba; y no es maravilla porque las cosas no quedan
donde empiezan, antes si hallan qualquiera senda, por angosta que sea, la
ensanchan para alargarse, y en desviándose tal vez del derecho camino dan en el
despeñadero…”

 

 

J. C. G.

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