He traducido y lo he sido. Uno de mis empeños tiene que ver con la justicia de consignar a los traductores al citar las obras cuya lectura nos permiten disfrutar gracias a su tarea. Últimamente me afano en comparar traducciones. Y afino mejor lo que no puedo leer en el idioma original.
La traducion es una forma de creación literaria que pocas veces obtiene merecido reconocimiento. La tarea del traductor estuvo por mucho tiempoprisionera del anonimato. Hubo, claro, traductores desde muy antiguo; pero acaso sólo desde finales del s. XVII y a lo largo del XVIII sus nombres emergen junto a los de los autores y títulos que traducen. La conciencia de identidad del ‘escritor’, del ‘autor’ que sitúa el debate literario durante el s. XVI, surgió en el ‘traductor’ más tarde. Las luces de la modernidad lo redimieron en la tarea del «duro banco de la galera turquesa» en que forjara el oscurecido destino de su prolongado cautiverio.
He tenido estos pensamientos en la traducción del latinista Fray Fernando Lozano fechada a 1777 y dispuesta en romance de versos octosílabos. Un metro diferente del que valiera a Vicente Espinel, quien formó en endecasílabo la primera traducción a español del Arte horaciano.
El prólogo del que doy imagen junto a la portada trae línea en que Lozano toma el riesgo de su tarea -«difícil empresa, ingrata fatiga, arduo empleo, y trabajo ímprobo»- como traductor. Y también en la que asume la espada censoria de condena a última pena por menos que extraviar un ápice.
¡Y qué sería de nosotros sin la tarea de los traductores!
J.C.G.