El dolor y la brújula

Premier deuil (1888)

William Adolphe Bouguereau (1825-1905)

 

Desvelado estuve leyendo en
las páginas de Ante el dolor de los demás, de Susan Sontag. Leí errático, y cavilé
sin rumbo.

Creo que el
dolor físico no habla, no se expresa; el dolor del cuerpo carece de lenguaje
para expresarse, es prelinguístico. Ni la Literatura, con todas las palabras a
su alcance, saca a hablar al dolor; no sabe literalmente cómo hacerlo. Existen lenguajes
que lo hablan psicológicamente, desciframientos clínicos y forenses para decir
lo que el dolor dice o no dice. Y expresan una paradoja; hablan el dolor en una
lengua de desconfianza hacia lo que conscientemente dice o subconscientemente no
dice el doliente. Pero la sensible literalidad del dolor físico en sí mismo es inaudible,
porque desgarra todos los lenguajes. El más sordo de todos es el Derecho, pues
se permite hablar de pecunia doloris, que amoneda el dolor; pero esa moneda de curso legal no se ‘cambia’ por el dolor,
sino sólo –y todo lo más– por el sufrimiento. Éste es sólo una acuñación defectuosa de aquél; es el
desconsuelo, es la congoja y es la ausencia, que nunca será tan intensa como el
dolor. La pérdida de un miembro corporal no equivale al dolor físico de
perderlo, y dudo mucho que se ‘recupere’ –el dolor del miembro- por pecunia
doloris
, que si acaso únicamente indemniza –esto es, alivia– del dolor. Dicho de otro modo, ¿es que acaso indemnizar puede devolver la indemnidad, convertir a alguien en indemne al dolor? Y, por supuesto, la
reparación –la restitutio in integrum es otra fantasía jurídica, otra más; restablecer lo desmembrado,
lo desintegrado.

Cuando hablamos –¡hablamos!– del dolor de las víctimas qué
expresamos, qué podemos expresar. ¿Es que
podremos alguna vez expresar el inexpresable dolor que no habla? Hay aquí una
barrera al afecto, a la capacidad de lo que nos toca, de sentir su dolor. Sólo
se me ocurre –no puedo más que esforzarme en intelectualizar, porque no puedo
alcanzar expresarlo, y sé que es tanto como no sentirlo– construir el dolor de las
víctimas como affectio societatis; o sea, voluntad común de constituirnos socialmente como iguales en el duelo ajeno
mediante compassio: una vivencia
pasional capaz de superar la pena propia producida por el espectáculo del
dolor del otro. El dolor de los otros no quiere, ni necesita de nuestra pena, ya tiene la
suya; más aún, tiene el dolor, que es muy diferente a nuestra consternación. La ‘pasión’
requerida es compadecimiento, pero es tan, tan difícil, tanto. No ser
impasibles ante el dolor inexpresable es el primer paso, el primer duelo.

No sé, honestamente,
cuántos han de darse, cuánto más debo caminar. Sé que el
camino es largo y serán muchos pasos. Y también que comenzar recorrerlo es ya atribularme, aunque tampoco
eso basta; nunca bastará. Pero, al menos, no es una brújula irreflexiva; es un norte magnético,
un norte al que ser atraídos, al que acercamos lo bastante para que nos toque,
y nos afecte realmente.  

 

J.C.G.

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