Existen,
me parece, dos razones -dos poderosas al menos; más habrá sin tanta resolución-
para abandonar la Jurisprudencia. Ambas conciernen al alma.
Una es la mostrada por el Conde de Cabarrús en
carteo con Gaspar Melchor de Jovellanos, que apela a motivos de alma. En 1792
se expresa a su confidente en estos términos: “¡Ah! no es mi sensibilidad la
que en este punto habla, no: es toda mi alma, acusando de lentitud á los
cielos, y provocando su rayo vengador para que descienda sobre este horrible
edificio de jurisprudencia, que con sagrada y fatal inscripción de la ley no es
en realidad más que una cueva humedecida en sangre, donde cada pasión atormenta
y devora impunemente sus víctimas. No, amigo mío; mi entendimiento solo es el
que recorre con espanto aquella mole inmensa e incoherente [… ] aquella mole de
treinta y seis mil leyes, con sus formidables comentadores; y no titubeo un
instante: prefiero a la subsistencia de tan monstruosa tiranía la libertad, los
riesgos y los bosques de la naturaleza.”
Don
Francisco no desertó al albedrío, ni perdióse entre las forestas, por más que
en materia de azares los tuvo no perecederos y en largo número. Si cierto es
que le resistió el cuerpo al pedido de su alma, ésta, sin embargo, quedó
desfallecida. En Cabarrús hay una sombra de Bartleby antes de Bartleby, una
adyacencia que pudo haber sido inmediación, y no fue. Pero, sin duda, el alma
–alma bartlebyana avant la lettre- era una buena razón para colgarle a la
jurisprudencia de su época un ‘I would prefer not to’. Lo debería ser, desde
luego, para todo jurista, asimismo de los de este tiempo, porque el edificio y
la mole no consiguieron derruido ni el código soñado ni la ensoñada ciencia
del Derecho del espíritu –o alma- de aquellos ilustrados del Alma –o Espíritu-
de las Leyes. El código sigue desalmado y la caverna se ha hecho más profunda y
oscura. Don Francisco murió en Sevilla el año 1810.