Si este próximo verano –o durante la estación que
resulte más cómoda a mi anónimo lector– se decide a viajar a Londres, concurra
al British Museum, a la National Gallery y luego alce la vista hasta lo más
alto de la Columna Nelson, a la Royal Academics of Arts, no olvide a Baker
Street 221 b, espere ante Buckingham Palace previa adquisición de unos buenos prismáticos
elChanging of the Guard gloriosamente amenizado por la Military Band, no olvide
la estación de Waterloo, rebusque en Portobello Road, aproveche los shopping para
las convencionales compras y trate de degustar –en lo posible– la
manifiestamente mejorable cocina inglesa, excepción del socorrido fish and
chips. Cuando haya tachado de su lista todo lo anterior y despegado los
calcetines de la piel de sus tobillos hinchados, aún le quedará por ver algo insólito en lo
que muy pocos reparan. Si Vd. es profesor de Filosofía del Derecho no le será
excusable abandonar la Isla camino del aislado Continente europeo, o cualquiera
de los cuatro restantes, sin visitar el lugar al que ahora me referiré. Está en
Bloomsbury, más concretamente en las instalaciones del University College
London, y allí lo que hay que ver -¡lo que hay que ver!– es la momia deJeremy Bentham (1748-1832). No deje pudrir la ocasión
y contemple su cuerpo embalsamado y vestido con propia ropa –en aceptable
estado de conservación; la vestimenta, me refiero– oportunamente expuesto en una de las vitrinas
–más bien un confesionario metodista o una prefigurada telephone cabin– del
Hall. Ello es resultado del fiel cumpliendo de las mandas testamentarias escrupulosamente
establecidas por difunto pensador. Sin embargo, no esperen tanto como lo
pre-visto; es un muñeco, con méritos para ser expuesto en el Madame TussaudsLondon Bulding, si bienconsiderando que Benthammucho antes de morir, de la cabeza a los de pies, fue un outsider,
es en el mencionado College donde con razón debe estar y allí lo hallarán. Los pies ya no le son de utilidad,
pero eso presenta una postura sedente. En cuanto a la cabeza, la reflexión ciertamente no es
irrelevante, y hasta diría que capital; incluso ahora que, protegida a las miradas en una caja fuerte,
ya no rinde las utilidades balompédicas que en otro tiempo supieron
encontrar para sus recreos los estudiantes émulos de Sir Bobby Charlton. PorqueBentham, en efecto, finalmente perdió la cabeza.
Es lo que ocurre; la decadencia de una GreatBritainque hoy es sólo taxidermia. Ya
tampoco la orange marmalade es lo que era, y el british pudding se nos
presenta ahora completamente inconmovible y firme. Del Beefeater Dry Gin, ni les digo; es el producto más utilitario que conozco para anestesiar profundamente, y como no quiero parecer egoísta diré también que aporta notables beneficios para la asepsia.
J.C.G.
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“El testamento de Jeremy Bentham
(1748-1832) establecía que su cadáver fuera diseccionado en el transcurso de
una clase de anatomía para, a continuación, ser momificado, vestido con sus
propias ropas y sentado en una cabina de madera denominada “auto-icono”. El
cuerpo de Bentham se conserva en el University College de Londres, donde sigue
expuesto al público.
No así su cabeza, que no salió
bien parada del proceso de embalsamamiento y fue sustituida por una
reproducción de cera. Durante algún tiempo, se conservó a los pies de la momia
el cráneo original de Bentham, con los ojos de cristal que, según cuenta la
leyenda, el fundador del utilitarismo eligió personalmente y solía llevar en el
bolsillo de su chaqueta. Pero cuando se convirtió en instrumento recurrente de
las bromas estudiantiles –en una ocasión apareció en una taquilla de una
estación de tren escocesa– las autoridades universitarias pusieron la cabeza a
buen recaudo.
Esta extravagante rebelión benthamiana contra las
formas funerarias establecidas es significativa. Cuestiona la recepción
dominante del utilitarismo como un proyecto de corto alcance metafísico,
cercano a ese pragmatismo ingenuo que asociamos al mundo de los negocios
pequeñoburgueses. Tras dedicar su vida a la reforma social, Bentham no se privó
de una intervención radical post mortenque cuestionaba una de las grandes
sedimentaciones civilizatorias. Al fin y al cabo, la ritualización del trato
con los cadáveres es un elemento casi universal del paso de lo crudo a lo
cocido. La aparición de ceremonias de enterramiento se ha considerado
tradicionalmente un hito clave del proceso de hominización. La ruptura de
Bentham con las costumbres funerarias de su tiempo deja clara su pertenencia a
ese universo de pensadores y políticos que a finales del siglo XVIII vieron la
historia y la naturaleza humana abiertas ante sí. Es pariente cercano de
aquellos saint-simonianos que vestían chaquetas con botones por la espalda a
fin de obligarse a solicitar ayuda para abrocharlas y, así, fomentar la
fraternidad. La diferencia, claro, es que una parte substancial de la doctrina
benthamiana ha pasado a nuestro medioambiente ideológico. La escuela neoclásica
de economía se inspiró directamente en Bentham y la herencia del utilitarismo
es meridiana en cualquier manual de economía convencional. Eso por no hablar de
su inmensa popularidad entre el progresismo burgués ruso, francés y, muy
especialmente, ibérico. Durante el trienio liberal, Bentham mantuvo una fluida
relación con las Cortes españolas y en Portugal el Parlamento llegó a ordenar
la impresión de sus obras. Por eso Bentham es siempre un compañero de viaje
incómodo para el liberalismo ya no sólo económico sino también político: nos
recuerda que la economía de mercado, la democracia representativa, el estado de
derecho o el trabajo asalariado se parecen más a los falansterios que a
estructuras antropológicas, como los sistema de parentesco, con milenios de
antigüedad.
La propuesta mortuoria de Bentham no consiste en una
renuncia sin más a las convenciones establecidas. No pidió que su cuerpo fuera
arrojado a un vertedero. Primero el cadáver debía ser tratado objetivamente
como carne muerta para, a continuación, proceder a una reformulación
perfeccionada de los usos funerarios. Se trata de una especie de parodia
macabra del elemento central de todo el sistema benthamiano, la búsqueda de un
grado cero de la sociabilidad desde el que reconstruir el vínculo comunitario
sobre bases más racionales. Bentham reconoce la naturaleza gregaria del ser
humano, pero desconfía profundamente de esa viscosidad antropológica
característica de la fraternidad natural, en la que el vínculo social es
indiscernible de relaciones de dependencia personal, supersticiones, pasiones
desenfrenadas y falsa conciencia.
El núcleo duro del utilitarismo benthamiano es la
idea, relativamente frecuente en su contexto filosófico, de que todo acto
humano debe ser juzgado según el placer o el sufrimiento que reporta, con el
objeto de lograr la mayor felicidad para el mayor número. Bentham consigue
convertir este lugar común eudemonista en una fuente de transformaciones
políticas radicales. Aunque el cálculo hedónico benthamiano no se compromete
con un proyecto político concreto, tampoco es una apuesta meramente
procedimental. No se limita a proponer diques garantistas, como la separación
de poderes, a la espontaneidad política. Bentham alienta una auténtica
ortopedia pública, un mecanismo activo de intervención sobre el vínculo social
natural que corrija sus taras comunitarias”.
César
Rendueles, Prólogo a Jeremy Bentham, Panóptico, trad. De David
Cruz Acevedo, Madrid: Círculo de Bellas Artes, 2011.