En el León colonial, donde quizá hallé a uno de los Justos.

Entro a la ciudad de León. Las calles de dirección única y alternativamene inversa, perfilan las cuadras donde se forma el caserío en ecos coloniales. Rodeando la Catedral de la Asunción, y más en su trasera, se instala el mercado de vegetales y frutas.

Quioscos y carrillos construyen castillos de ayotes y chayotes -semejantes a nuestra calabaza los primeros, similares al calabacín los segundos, pero éstos en forma que más recuerda la de pera-; las pieles de aquéllos son rugosas, verdeantes, y lisas con pintas negras las de los segundos. Cestos de caña o mimbre reúnen plátanos, bananos, tamarindos, melones (de pulpa anaranjada), ananas blancas, agradablemente ácidas, almibaradas piñas amarillas -más escasas aquí que en Costa Rica- además de verdes guayabas -en sazón ahora- y amarillos racimos de mamón -es su tiempo asimismo estos días- entre agridulces y ácidos, y también papaya o deliciosas calalas -fruta de la pasión- o sanguinas pitayas. Exabundante, omnipresente el mango.

El vendedor los predica -acaso más que pregonarlos- con displicencia.

Recuerdo otros lugares en que vi árboles de mangos que alzaban los 30 y 4o m., haciendo parapeto a los vientos en abrigo de cafetales, cuando la explotación de éstos aún no había escalado a los mil metros. El más bello cafetal, exhuberantemente florido, lo disfruté años atrás en Matagalpa, subiendo a la Selva Negra, oásis germánico en mitad de Centroamérica. Traigo memoria igualmente de los mangos maduros que la gravedad derriba en los jardines de la UCA de Managua.

No tapan el sol las nubes. León es zona rural y productora de agrícola, como lo son también los fértiles y cercanos campos de Chinandega. Pero León es ante todo la ciudad más calurosa del país; creo poder confirmarlo.

Indago en el frescor de su Basílica Catedral de la Asunción de la Bienaventurada Virgen María. Deambulo su crucero; encendidas imágenes que iluminan el fervor de los debotos.

Las estaciones del rosario decoran los muros. Al fondo del ábside la plata del tabernáculo y el dorado sagrario matizan sobre el blanco del entorno.

Flota en el aire un luminoso y sencillo recogimiento, sin estrecheces de conciencia.

Voy en busca de la tumba de Rubén Darío, que un león afligido vela en desconsuelo. Me detengo y pronuncio con voz interior algún verso suelto de Azul.

Subo a la cubierta del templo.

El cielo pinta de celestón aguamarina el paisaje, y el calor me inflinge su castigo. La recorro en varias direcciones, y desde sus petriles se asoman otras iglesias; oteo hasta once.

Diviso la de El Calvario (s. XVIII), con estuco de roja ladrillería, silueteada en blanco, y dos frescos al frontis entre las dos columnas más centrales.

Más lejana, en albero, la iglesia de La Recolección.

Me asilo a la sombra de los campanarios, que dos atlantes indígenas escuadran; sus rostros tienen la severa magestad de los caciques.

Unas palomas zurean; palomas elementales y complejas.

Desde el alto veo el Palacio Arzobispal y el Ayuntamiento.

Me da por pensar en la teoría de la división de poderes. Me da qué pensar. Dos parece que aquí bastan y están -claro- en la misma plaza. Hay también en ella un teatro, de preciso estilo modernista, alquilado ahora a los Evangelistas. El resto son tejados, y entre ellos el refugio de los patios.


Desciendo, circunvalo el perímetro del edificio. Dos soldados de miliacias nativas, firmes y ajenos a cuál sea hoy la historia, custodian una entrada que ya no abrirá el paso a gobernadores o encomenderos.

Adyacentes se instalaron tiendas de «efectos religiosos».

Es el comercio e intendencia del culto; son los que abastecen la piedad.

Otra vez busco la recompensa de la sombra y junto a la terraza del café más próximo veo a un anciano proveído de báscula que ofrece servicio público de pesaje. Oficio de entretener la existencia, o más seguramente la supervivencia, dedicándola en estos sus últimos años a calcular del peso de la gravedad, medida en libras. Pide por todo dos pesos (dos córdobas); ciertamente el precio es justo y diría que hasta módico. El viejo corta y prepara octavillas, que están aún en blanco, donde escribirá la pesantez que a cada cual corresponda. Las apila sobre una de sus piernas, como si aguardara la llegada de una clientela universal. Es un hombre paciente.

Me lo figuro como el que custodia la balanza; creo que él es quizá uno de los Justos.

J.C. G.

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