Abandonando León, y regreso a Managua

Completo el círculo en torno a la Basílica Catedral de León y estoy de nuevo ante su atrio, en la Plaza Central o Parque Jerez, con su monumento al político liberal unionista-centroamericano, militar y abogado leonés Máximo Jerez (1818-1881), quien procuró separar la indistinción de la época respecto a Estado-Iglesia en Nicaragua, y en esa propensión movió su labor y hasta el propio cuerpo, que todavía sigue dando la espalda al templo.

Al sur de la Plaza se encuentra el que fue «Seminario-Conciliar San Ramón», luego llamado Colegio Tridentino San Ramón, sirviendo de semilla a la primera Universidad del país, cuando León era capital de la provincia de Nicaragua, en la Audiencia y reino de Guatemala. Corría por entonces el año del Señor de 1680. Un siglo después, rondando 1787, disponía de una decena de cátedras. otorgaba grados y le eran reconocidas iguales perrogativas que a la Universidad de San Carlos de Guatemala, con cuyo prestigio competía. Formó a muchos de los próceres que más adelante contribuirían a la independencia del país. Que ahora recuerde, hace tiempo me ocupé de uno de ellos -el bachiller Rafael Francisco Osejo (en Diccionario crítico de Juristas españoles, portugueses y latinoamericanos, Manuel J. Peláez (ed. y coord.), Cátedra de Historia del Derecho y de las Instituciones UMA et al., Zaragoza-Barcelona, vol. II, T. I (M-VA), 2006, pp. 235-239)- y de otros también que escapan a mi memoria en este momento.

Luego de esta visita a su fachada, pues la hora del día -cercana al almuerzo- no hizo posible acceder a su claustro y demás estancias, encaminé mis pasos hacia el café Doña Rosita, con su silencioso y calmo patio, y los refrescantes jugos de frutas.

La última estación – en otra oportunidad he de volver de nuevo a León, del que tanto merece conocerse- tiene andén en el Museo-Archivo Rubén Darío. Es la casa de la infancia del poeta, acogido por una de sus tías. La conservan casi en superficie igual a la original -a falta de dos piezas segregadas- una Asociación dariana local, no sin esfuerzos. Reune recuerdos -la cama en que agonizara, el traje de embajador en España, cartas, y ediciones primeras de algunas de sus obras- y esperanzas. Produce emoción recorrer las habitaciones y el patio, e imaginar…


En esas imágenes convoco otro patio de infancia, en mi ciudad natal, del que en los versos del poeta Antonio Machado se guarda retrato. En aquella ciudad, en su Parque de María Luisa, también está Darío. Yo jugué junto al Monumento a La Raza, un mural donde se leen versos de Rubén:

«… espíritus fraternos,
luminosas almas, ¡salve!”.

No me queda más tiempo, ¡ojalá!. Ya debo regresar a Managua. Les contaré mañana.

J.C. G.

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