Jean Giono
El hombre que plantaba árboles
Francesc Borja Folch trad.
Michael McCurdy ilustr.
José J. de Oñaleta editor
Col. El Barquero, Serie MayorPalma de Mallorca, 2007, 74 pp.
Escribir un libro, plantar un árbol, tener un hijo. Quehaceres fundamentales a los que la vida nos convoca. El orden de cumplimiento ha sido siempre alterable. Y, verdad, en el correr de los tiempos mudan las prioridades. Hoy, un malthusianismo muy sui generis aplaza la natalidad. La autoedición, por el contrario, muestra una incontinencia casi lasciva. Lo que sin embargo menos aventaja es, pese a todo, la cuota parte forestal. Aquí la tarea se acumula.
Jean Giono (Manosque. Alpes-de-Haute-Provence, 1895-1970) escribió el texto en 1953. Aparecería al año siguiente en la revista Vogue con título distinto al actual. Se llamó entonces El hombre que sembró esperanza y cosechó felicidad. Una fábula en realidad. Su asunto, breve y sencillo, contiene un optimista mensaje, moralmente vigoroso, frente a la destrucción de la vida: “Los hombres –leemos- pueden ser tan capaces como Dios en otros reinos ajenos al de la destrucción”. Ya esto solo bastaría.
Pero, como sucede con toda fábula, El hombre que plantaba árboles es mucho más. Un programa universal de transformación. Es la metáfora del árbol de cada día presentada como el compromiso de amor a la naturaleza y su poder para transfigurar el mundo. Elzéard Bouffíer, un pastor de la Provenza a quien Giono nos cuenta que conoció en 1913, había decidido con metódica y sobria resolución reforestar los páramos de la comarca. Plantar árboles vino siendo desde años atrás, y así fue también en lo sucesivo, una silenciosa ocupación individual ignorada de todos y de la que tampoco nadie tuvo jamás noticia. En esa desinteresada dedicación arraiga lo más conmovedor del relato. La perseverante voluntad y el callado esfuerzo de un solo hombre fecundando el puro yermo. Plantío de esperanza como expectativa que el almanaque, sin otra visicitud que su propio devenir de fechas, en efecto revalida. Al segundo encuentro, tras una década, el panorama se esparce en brotes de hermosos árboles que ahora sobrepasan la mediana altura. Son jóvenes robles que aún apenas conjeturan la oportunidad de un bosque. Bouffíer, invariable, continúa plantando nuevos árboles; hayas, abedules y otras especies. Él mismo ignora la abundancia de su diseminación, que dilata y abarca tan lejos como pueda alcanzar la vista. La desolación, pues, desanda y retrocede. La fronda se ensancha y acrece. Para 1935 los científicos, arrebatados de extrañeza, toman el fenómeno por capricho de la naturaleza. Giono conoce la simplicidad del misterio; prodigio de Elzéard, “uno de los atletas de Dios”, sumergido en el anonimato. “La transformación –escribe el narrador- se llevó a cabo tan gradualmente que se volvió parte del modelo sin causar ningún asombro”. Seguidamente, los políticos definieron medidas de protección: la foresta habría de ser un parque natural. El tercer y último encuentro se data a 1945, ante un enorme tapiz boscoso encendido de esplendor feraz. Todo ha cambiado, también alrededor. Fluyen ocultos manantiales. En las praderas limítrofes instalan su habitación nuevas gentes. Arruinadas aldeas de antaño se reconstruyen. Reverdece la vida, que engendra vida innovada.
Giono mantuvo un fervor profundo acerca esa confiable metamorfosis, simbolizada aquí en El hombre que plantaba árboles. Otros cuentos preceden la ideología de éste –Sur un galet de la mer, de 1923, Manosque-des-Plateaux, en 1930, o Que ma joie demeure, publicado cuando mediaba 1935- que igualmente impregna muchas de las páginas del ensayo Les Vraies Richesses (1936). Elzéard Bouffíer, un personaje enteramente imaginario, interpreta por tanto la propia constancia de su creador. Con ello Giono, asimismo, también entierra una singular semilla en el apasionado surco ya antes abierto por Henry David Thoreau y William Blake.
Me queda únicamente felicitar al editor, asiduo del precioso y mágico texto, compuesto a partir de la versión americana de 1985 ilustrada por Michael McCurdy, que lleva en generoso añadido un epílogo –clave- a cargo de Norma L. Goodrich. La recurrencia editora de Oñaleta suma esta impresión a alguna anterior en otra de sus varias colecciones. La original lo fue por la parisina Gallimard Jeunesse (1980), que Willi Glasauer ilustró, y entre nosotros tuvimos en primera traducción de Eloy Fuente Herrero (1986) por Altea. Desde hace poco existe, además, una edición bilingüe asturianu-español, que puso en bable Juan Carlos Martínez con ilustraciones de Juan Hernaz, por iniciativa del Ayuntamiento de Gijón.
En fin, árboles y libros; al cabo, qué si no la misma consonancia etimológica, e igualmente con libertad. Me permitirán por eso una de este género: no sólo aconsejar leer el libro, sino hacerlo en plena naturaleza y, a ser posible –le hurto una línea al Adolfo de Benjamín Constant- bajo la “sombra riente de los árboles”. La ecología, el respeto al medio ambiente y la biodiversidad también se educan mediante lectura, como casi todo lo demás.
Publicado en El Mundo. El Mundo Málaga (Málaga), Suplemento de Cultura ´Papeles de la Ciudad del Paraiso´, núm. 17, ed. de 1 de febrero de 2008, p. 6.